Mi padre solía emborracharse y despotricar durante horas sobre los judíos. Según él, ellos controlaban la riqueza en el mundo y no había Holocausto. Todavía no tenía 18 años, y sabía que él estaba equivocado y me avergonzaba. Fue difícil enfrentarlo porque parecía malvado.
Tenía que entender que nunca podría cambiar sus puntos de vista. Sus opiniones provienen de sus miedos y de su ira. No me importaba escuchar estas cosas de él, pero tampoco quería ofenderlo.
Tuve que aprender a ignorarlo, asentir de vez en cuando e intentar pensar en otra cosa. Me hizo buscar dentro de mí para ver cómo tenía prejuicios. Lo recuerdo hasta el día de hoy.
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